Irse

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Alicia vive en una villa y se quiere ir. Tiene 33 años, y dos hijos que manda a un colegio privado para que ellos tengan otra suerte. Nació en Chaco, vivió unos años en Paraguay, el país natal de su padre y antes de terminar la primaria aterrizó en una villa en plena Capital Federal. Se crió entre pasillos angostos rodeada de yengas de cemento.
Cuando nos conocimos la escuché decir una docena de veces «sistema». Ese es el enemigo, tan cotidiano y tan inabarcable. El sistema es la escuela pública que está pegada a la villa, en la que los chicos apenas aprenden a a leer y a escribir. El sistema es la política que te pasa por encima porque cree que sos ignorante. El sistema es el que te niega el trabajo por ser villero. El sistema es la fiscalía, la policía, el centro de salud, y todos las instituciones que el Estado instala a dos cuadras de tu casa y que nunca te resolvieron ningún problema. El sistema es el que te niega la información. El sistema es el que hace que te resignes a convivir con los transas del barrio porque, «si se van ellos van a venir otros».
– El sistema no te deja salir de acá. Yo trato de hablarles a mis hijos sobre el mundo que hay afuera de la villa. Les digo que ellos tienen que salir. Hay chicos del barrio que no conocen Plaza de Mayo.
Yo me entusiasmo y le digo que es importante que ella aliente a sus hijos, que les hable de otras realidades.
– Sí, pero ellos después abren la ventana y me dicen ¿dónde está todo eso que me contaste? No me creen, si lo que ven todos los días es otra cosa.
Charlamos mientras ella me hace un tour por el barrio, esquivando a medias los charcos. Habla rápido y claro, pasando de las historias de la villa a la suya. Llegamos al fondo, ahí viven los más pobres de los pobres. Me dice que no entremos porque los pasillos son tan angostos y están tan enredados que nos vamos a perder. Esas familias se instalaron con la última toma.
-Ahí ves la famosa avivada argentina- me dice Alicia mientras bordeamos las casas- estos terrenos los tomaron los argentinos, después se los vendieron a los bolivianos y se fueron.
Subimos a un puente que atraviesa la autopista y vemos la villa desde arriba. Es una maraña de construcciones que se elevan y se mezclan con los cables y las chapas. Entre la puerta de una casa y la ventana de la vecina de enfrente habrá menos de un metro. Parece un laberinto de cosas y personas. Alicia me confiesa que casi nunca viene para el fondo porque le da mucha tristeza. Lo que ve es su peor pesadilla, el miedo de terminar entre los más pobres de los pobres.
Bajamos hasta el borde de la ruta, los camiones pasan tan cerca que nos despeinan. Le pregunto por los bloques de departamentos nuevos que hay del otro lado.
-Yo nunca invertiría en esos departamentos. ¿Para qué? Seguís estando en el medio de una villa, es lo mismo. Yo mi casa la tengo bien, vivimos cómodos, pero nada más.
-¿Si invirtieras en tu casa eso significaría que no te vas a ir más de acá?
– ¡Claro! Y yo me quiero ir, algún día me voy a ir.

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