Primera impresión: llegamos a Milán

Llegar a Milán debe ser como llegar a cualquier ciudad importante de Europa. Digo “debe ser”, porque es la primera ciudad europea que conozco.

Eso pensaba cuando salimos del aeropuerto. Todavía no me sentía en Italia. Para llegar al departamento que alquilamos por Airbnb nos tomamos dos colectivos y en el trayecto vi más turistas que italianos. La primera persona con la que hablé, para pedirle indicaciones, era una mujer bajita, morocha, que esperaba al lado nuestro. Enseguida me respondió en un español que adiviné sudamericano. -¡Español!-le grité. No sé por qué tanta emoción si hacía 15 minutos que estábamos en Italia.

Al departamento llegamos perfecto. Todo salió tan bien que no caminamos ni un sólo paso en falso. Estaba nublado y anocheciendo. El barrio quedaba lejos del centro. Era un complejo lleno de departamentos estilo monoblock, con avenidas anchas y arboladas. Cada tanto había alguna plaza rodeada de negocios.

Bárbara la dueña del departamento no apareció. Tocamos timbre, eran como 50 divididos entre números y letras. Nada. Le habíamos mandado un WhatsUp desde el aeropuerto pero la respuesta tardó y cuando salimos del edificio nos quedamos sin Wifi (los datos móviles estaban censurados porque son carísimos en la internacionalidad). En fin, confiamos que iba a ver nuestro mensaje y nos estaría esperando.

Pero esperamos nosotras. Pasó una hora. Se hizo de noche y empezamos a tener frío. Cansadas de mirar para las esquinas, resolvimos que lo mejor era que fuera a buscar un teléfono, o con un poco de suerte algún bar con Wifi. Empecé a caminar y de golpe se me fue la adrenalina, me atropelló un cansancio violento y por primera vez desde que llegamos me puse nerviosa.

Caminé rápido y dudando a la vez. Pasé por un bar, en la puerta había un grupo de pibes charlando. Me miraron y uno me dijo algo que no entendí. Lo que sí entendí enseguida fue el tono. En la oscuridad de la noche y partiendo de mi experiencia vital sospeché que era algo como el “hola mamita” argentino. No me animé a entrar en ese bar, que casualmente se llamaba “Levante”.

Fui hasta otra plaza. Entré en un café que parecía sacado de una película de época, con viejos tomando vermut y todo. El señor que atendía me miró como si le estuviera pidiendo una excentricidad: Wifi no, teléfono tampoco. Para esto ya me había alejado bastante así que volví al departamento casi corriendo. Ahí esperaba mamá, la encontré como la había dejado: emponchada con las manos en los bolsillos de la campera, parada al lado de las dos valijas. Decidimos sacar el modo avión del teléfono y hacer la llamada más cara de nuestra historia como usuarias de celular.

Resultó que Bárbara estuvo todo el tiempo en el departamento, esperándonos. El problema fue el timbre, nos había pasado mal ese dato. Cuando nos abrió la puerta con una sonrisa, vino la coreografía torpe del saludo: le doy la mano, amago un beso, le doy uno, falta otro.

Al fin nos instalamos en el departamento de Milán, listas para empezar el viaje.

29342212_10215823279158090_7755706365200302080_n
Esperando a Bárbara en la puerta del edificio.
29365376_10215823280198116_3193112754974097408_n
La vista desde la ventana del departamento.
29386096_10215823361760155_7379724507201667072_n
Bárbara nos dejó dos botellitas de Aperol para probar, que nos tomamos la primera noche.

Deja un comentario